Afganistán: una guerra olvidada
Por Gustavo-Adolfo Vargas
El 7 de octubre de 2001, la mayor coalición militar de la historia, integrada por unos 50 países, bombardearon al penúltimo país menos desarrollado del planeta, en cuyo arsenal no existía ni una avioneta para defenderse.
En los primeros meses, los cazas de la OTAN descargaron unas 10,000 toneladas de bombas sobre los afganos. Miles quedaron sepultados bajo los escombros de sus chozas de adobe, millones huyeron descalzos, aterrorizados, hambrientos y sin rumbo.
Los artefactos inteligentes de la Alianza destruyeron depósitos de agua, centrales eléctricas, cultivos y ganado, incluyendo el Zoo de Kabul, provocando una encubierta catástrofe humana.
Cuando la OTAN creía que los afganos estarían mejor muertos (por bombas de fragmentación o munición radiactiva en cantidades superiores que las utilizadas en el Golfo Pérsico y Yugoslavia juntas) que vivos, las acciones de la primera empresa fabricante de armas del mundo, Lockheed-Martin, se multiplicaban por 15 en la Bolsa.
Una espesa cortina de humo corría sobre los atentados con drones (llamados los ángeles de la muerte) de Estados Unidos, arrancando la vida a cada dos de tres niños y adultos compatriotas suyos. El presidente Barak Obama ha fijado el 2014 como fecha para el retiro de las tropas.
Las causas oficiales de la invasión a Afganistán y su posterior ocupación por unos 300 mil soldados y mercenarios extranjeros, eran: vengar el atentado del 11S, pese a que ninguno de los terroristas era afgano; destruir la guarida de los terroristas y capturar a Bin Laden; derrocar al gobierno de Talibán-Al Qaeda e instalar una democracia y acabar con el comercio de opio.
La verdad afloraba poco a poco: “No podemos dejar Afganistán ahora. Tiene billones de dólares en minerales” expresó David Petraeus, general y director de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, antes de ser “dimitido” junto con el general Allen, responsable de la OTAN en Afganistán, por discrepar con los planes de retirada de Obama, entre otras divergencias.
Al presidente de Alemania, Horst Köhler, le costó el puesto al confesar que sus tropas estaban en aquel país para salvaguardar los intereses comerciales y económicos de los países atacantes.
En la década del sesenta los soviéticos publicaron que su subsuelo, además de minas antipersonas y fosas comunes, albergaba un millar de minas de hierro, cobre, cobalto, oro, plomo, bauxita, tantalio, esmeralda, rubí, plata, carbón o litio (utilizado en baterías eléctricas) estimadas en un billón de dólares.
Moscú proyectaba construir una refinería de petróleo capaz de producir medio millón de toneladas al año y un complejo de fundición para el depósito de cobre de Aynak, uno de los más grandes del mundo, hoy explotado por China.
Afganistán era la única salida viable del transporte del gas de Turkmenistán al Mar Arábigo. El control estratégico sobre las rutas de energía forma parte de la agenda de Washington.
El proyecto TAPI (Turkmenistán, Afganistán, Pakistán e India), que uniría el Caspio con el Índico y los millones de dólares invertidos por los estados y compañías petrolíferas occidentales en la construcción del ducto, han sido abandonados, debido al sabotaje de los Talibán y de los países que se verían perjudicados.
Promover la nueva “Guerra de Opio” no es solo para destruir el tejido social de los países rivales en la región, sino también para quedarse con el comercio lucrativo de la droga afgana, que mueve unos 150 mil millones de dólares anuales, parte del cual termina en las instituciones bancarias occidentales.
Según la ONU, la producción de heroína afgana ha pasado de 185 toneladas en 2001 a 5800 en 2012. Desde la ocupación el cultivo de la adormidera se ha multiplicado por 35. Con el dinero de la droga Estados Unidos ha financiado a los grupos terroristas.
No hay nada que celebrar en el aniversario de una guerra que, convenientemente, ya es “olvidada”, a pesar de que el país sigue siendo ocupado por 66,000 soldados invasores, y su gente sigue muriendo por el conflicto.
Doce años después, el desplazamiento de civiles en el norte del país aumentaba un 40% respecto al año anterior. Afganistán, una vez más hacía gala a su nombre: “Tierra del llanto” ¡Cuánto silencio sobre los crímenes de guerra!
* Diplomático, jurista y politólogo
En los primeros meses, los cazas de la OTAN descargaron unas 10,000 toneladas de bombas sobre los afganos. Miles quedaron sepultados bajo los escombros de sus chozas de adobe, millones huyeron descalzos, aterrorizados, hambrientos y sin rumbo.
Los artefactos inteligentes de la Alianza destruyeron depósitos de agua, centrales eléctricas, cultivos y ganado, incluyendo el Zoo de Kabul, provocando una encubierta catástrofe humana.
Cuando la OTAN creía que los afganos estarían mejor muertos (por bombas de fragmentación o munición radiactiva en cantidades superiores que las utilizadas en el Golfo Pérsico y Yugoslavia juntas) que vivos, las acciones de la primera empresa fabricante de armas del mundo, Lockheed-Martin, se multiplicaban por 15 en la Bolsa.
Una espesa cortina de humo corría sobre los atentados con drones (llamados los ángeles de la muerte) de Estados Unidos, arrancando la vida a cada dos de tres niños y adultos compatriotas suyos. El presidente Barak Obama ha fijado el 2014 como fecha para el retiro de las tropas.
Las causas oficiales de la invasión a Afganistán y su posterior ocupación por unos 300 mil soldados y mercenarios extranjeros, eran: vengar el atentado del 11S, pese a que ninguno de los terroristas era afgano; destruir la guarida de los terroristas y capturar a Bin Laden; derrocar al gobierno de Talibán-Al Qaeda e instalar una democracia y acabar con el comercio de opio.
La verdad afloraba poco a poco: “No podemos dejar Afganistán ahora. Tiene billones de dólares en minerales” expresó David Petraeus, general y director de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, antes de ser “dimitido” junto con el general Allen, responsable de la OTAN en Afganistán, por discrepar con los planes de retirada de Obama, entre otras divergencias.
Al presidente de Alemania, Horst Köhler, le costó el puesto al confesar que sus tropas estaban en aquel país para salvaguardar los intereses comerciales y económicos de los países atacantes.
En la década del sesenta los soviéticos publicaron que su subsuelo, además de minas antipersonas y fosas comunes, albergaba un millar de minas de hierro, cobre, cobalto, oro, plomo, bauxita, tantalio, esmeralda, rubí, plata, carbón o litio (utilizado en baterías eléctricas) estimadas en un billón de dólares.
Moscú proyectaba construir una refinería de petróleo capaz de producir medio millón de toneladas al año y un complejo de fundición para el depósito de cobre de Aynak, uno de los más grandes del mundo, hoy explotado por China.
Afganistán era la única salida viable del transporte del gas de Turkmenistán al Mar Arábigo. El control estratégico sobre las rutas de energía forma parte de la agenda de Washington.
El proyecto TAPI (Turkmenistán, Afganistán, Pakistán e India), que uniría el Caspio con el Índico y los millones de dólares invertidos por los estados y compañías petrolíferas occidentales en la construcción del ducto, han sido abandonados, debido al sabotaje de los Talibán y de los países que se verían perjudicados.
Promover la nueva “Guerra de Opio” no es solo para destruir el tejido social de los países rivales en la región, sino también para quedarse con el comercio lucrativo de la droga afgana, que mueve unos 150 mil millones de dólares anuales, parte del cual termina en las instituciones bancarias occidentales.
Según la ONU, la producción de heroína afgana ha pasado de 185 toneladas en 2001 a 5800 en 2012. Desde la ocupación el cultivo de la adormidera se ha multiplicado por 35. Con el dinero de la droga Estados Unidos ha financiado a los grupos terroristas.
No hay nada que celebrar en el aniversario de una guerra que, convenientemente, ya es “olvidada”, a pesar de que el país sigue siendo ocupado por 66,000 soldados invasores, y su gente sigue muriendo por el conflicto.
Doce años después, el desplazamiento de civiles en el norte del país aumentaba un 40% respecto al año anterior. Afganistán, una vez más hacía gala a su nombre: “Tierra del llanto” ¡Cuánto silencio sobre los crímenes de guerra!
* Diplomático, jurista y politólogo
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