lunes, 28 de enero de 2019

Análisis: ¿Se viene una transición en Cubanezuela?

Venezuela, al borde de una transición que parecía imposible


Michael J. Camilleri PARA LA NACION


La estrategia opositora apuesta a que crezca el desencanto en las filas de los uniformados leales a Maduro Fuente: LA NACION - Crédito: Alfredo Sabat


WASHINGTON.- Para la famosamente atomizada oposición política venezolana, estas últimas semanas han estado marcadas por una unidad de estrategia y pensamiento que le son inusuales. Todavía está por verse si logrará su objetivo final -la salida de Maduro y la restauración democrática-, pero la oposición se ha fortalecido tanto que ahora la transición parece posible, aunque siga siendo totalmente incierta.

Durante los últimos meses, las figuras de la oposición venezolana se abocaron a recordarle a quien quisiera escucharlos la fecha del 10 de enero de 2019. Argumentaban que ese día se iniciaba un nuevo período presidencial de Maduro, un mandato obtenido en unas elecciones fraudulentas, lo que convertía a Maduro en un "usurpador" del cargo. El argumento era legalmente válido, pero en un mundo donde los procesos electorales cuestionables rara vez impiden que el elegido asuma y ejerza el poder -un ejemplo reciente fue la reelección del hondureño Juan Orlando Hernández a pesar de que la OEA se negó a validar el resultado- resulta improbable que el 10 de enero se convierta en "un antes y un después" para el hombre fuerte de Venezuela.

Sin embargo, a la oposición hay que reconocerle que logró darle un significado al 10 de enero, sobre todo al convencer a actores claves de la comunidad internacional de que no reconocieran a Maduro. En la OEA , la mayoría de los países -entre ellos, Estados Unidos y la mayoría de los miembros del Grupo de Lima- votaron por no reconocer a Maduro como presidente.

Tras haberle asestado un golpe notable, aunque difícilmente fatal, a la legitimidad de Maduro, la oposición enfrentaba un desafío mucho más arduo: presentar una alternativa viable. Como los demócratas chilenos que derrotaron a Pinochet con el esperanzador eslogan "La alegría ya viene", la oposición venezolana entendió que para impulsar a sus compatriotas a un cambio tenían que darles algo en qué creer, y no solamente algo a lo que oponerse.

Y ahí entra Juan Guaidó , un parlamentario casi desconocido de 35 años, miembro de la Asamblea Nacional. La juventud y relativa anonimidad de Guaidó lo distinguen de la política del pasado prechavista, así como del grupo de líderes opositores de los últimos años, con sus rencillas internas. Guaidó no solo llegó como una cara nueva, sino que trajo un mensaje fresco de restauración democrática sin recriminaciones. Poco después de asumir la presidencia de la Asamblea Nacional, aseguró la aprobación de una ley de amnistía, una señal para las Fuerzas Armadas de que sería una transición sin venganza. También les envió un mensaje conciliador a los chavistas desencantados y a los militares. Construyó su legitimidad rápidamente, con actos en todo el país y llamadas telefónicas a mandatarios extranjeros.

Cuando los servicios de inteligencia venezolanos detuvieron y rápidamente liberaron a Guaidó -una clara muestra de las divisiones internas que corroen al régimen de Maduro- se hizo claro que la estrategia de la oposición estaba funcionando. Envalentonada, la oposición redobló la apuesta y puso todas sus fichas en la marcha del 23 de enero, en un renovado intento de movilizar en masa a los venezolanos por primera vez desde 2017, cuando las protestas fueron reprimidas por el gobierno. Ante el éxito de haber colmado de simpatizantes las calles de Caracas, Guaidó dio su paso más osado hasta el momento: invocó el artículo 233 de la Constitución de Venezuela y se juramentó a sí mismo como presidente interino de su país.

¿Fue demasiado lejos? Las primeras señales sugieren que no. El régimen no lo arrestó. Los pesos pesados de la región, como la Argentina, Brasil, Canadá, Colombia y Estados Unidos, lo reconocieron como presidente. La OEA anunció que acreditaría al nuevo embajador designado ante la organización. Y Estados Unidos desafió la expulsión de sus diplomáticos y decidió seguir la directiva de Guaidó, de que podían quedarse. Sin embargo, la mañana siguiente llegó con un baldazo de agua fría: el ministro de Defensa y los altos mandos militares aparecieron en la televisión nacional para reafirmar públicamente su lealtad a Maduro y acusar a Guaidó de orquestar un golpe de Estado. Así, las esperanzas de una transición rápida y relativamente no violenta quedaron en suspenso, al menos por ahora.

Con las palancas del poder que tiene a su disposición, Guaidó ahora tratará de transformar un acto simbólico -la jura del cargo- en una realidad más palpable. Esos movimientos son seguidos atentamente por las Fuerzas Armadas, verdadero tenedor de la balanza del poder en Venezuela. La oposición calcula que si demuestra fuerza, legitimidad constitucional y apoyo popular -y si logra reducir el precio de salida para los desencantados del régimen- puede convencer a los militares de darle la espalda a Maduro. Es un movimiento arriesgado y valiente, pero la oposición no tenía demasiada alternativa, y hasta ahora lo ha llevado adelante hábilmente.

Para la comunidad internacional, los cálculos son más complejos. Ciertamente, la defensa de la democracia y los derechos humanos llaman a apoyar plenamente los esfuerzos de Guaidó para guiar la transición hacia elecciones libres y justas. Lo mismo pide el propio interés nacional de los países impactados por el derrumbe de Venezuela: mientras la autodestrucción económica y la crisis humanitaria se profundizan, los vecinos del país enfrentan la oleada de millones de migrantes y refugiados. Los países que reconocieron a Guaidó el 23 de enero seguramente razonaron, y con fundamento, que solo dándole a su asunción el carácter de "hecho consumado" podían aportarle la fuerza necesaria para que así sea. El riesgo, obviamente, es que mientras tanto Nicolás Maduro siga gobernando Venezuela. La decisión de reconocer a un líder alternativo tiene consecuencias y no se revierte fácilmente. Implica una escalada casi inevitable del conflicto, en este caso, en el explosivo contexto de un presidente Donald Trump que evalúa abiertamente el uso de la fuerza. Y si Maduro no cae, las opciones para lidiar con él se verán aún más limitadas, ante la necesidad de sostener una realidad paralela.

En agosto de 2011, cuando el presidente Barack Obama declaró que el dictador de Siria, Bashar al-Assad, debía renunciar, tenía de su lado tanto los principios democráticos como el por entonces aparentemente imparable impulso de las "primaveras árabes". Pero al-Assad desató una brutal represión contra su pueblo y reafirmó su férreo control del poder. Con el tiempo, la exigencia de Obama demostró ser precipitada, y los planificadores políticos de los EE.UU. quedaron arrinconados ante la presión de fabricar la realidad que Obama había anticipado. De hecho, consciente de ese riesgo, Obama resistió varios meses la idea de plantear públicamente su exigencia.

Al refrendar a Guaidó como presidente interino de Venezuela, desde Washington hasta Buenos Aires, los líderes están actuando en defensa de la democracia, pero también están apostando a que Maduro no sea Al-Assad. Resta saber si esos cálculos responden a buenos deseos, a una corazonada o a datos de inteligencia concretos respecto de la postura de las Fuerzas Armadas venezolanas. Los días y semanas que tenemos por delante serán cruciales para determinar si esa arriesgada apuesta rinde frutos.

Director del programa sobre Estado de Derecho Peter D. Bell de Diálogo Interamericano

Traducción de Jaime Arrambide

No hay comentarios:

Publicar un comentario